Bitácora de una Exploradora

Hace un tiempo alguien me dijo que para decir lo que realmente quería decir sin que nadie se enterara, tenía que disfrazar las palabras. Cambiarlas, transformarlas. Poner la palabra opuesta a la que quería decir o alguna palabra que no tuviera nada que ver. No importaba que lo que quedaba no tuviera sentido, según esa persona, bastaba con que yo supiera lo que había querido decir para liberar un poco esas ansias de hacerlo. Tanto para desahogar cosas que no pueden ser públicas, que tienen que quedarse enterradas en el fondo, bajo siete llaves, porque no tiene sentido hacerlas reales. Tanto para nada.
Debo confesar que fue un buen consejo que nunca pude poner en práctica. Mis verdades siguen siendo silenciosas y mi capacidad de estirar el significado de las palabras hasta abarcar conceptos opuestos es nula. Y, aunque a veces sienta esa sensación de que mi cabeza y mis ganas están a punto de explotar, sigo manteniendo ese mutismo, y, con él, la represión.
Sigo sosteniendo esa creencia propia de que a las palabras que van a traer algún bien, a la corta o a la larga, hay que decirlas. Pero aquellas que lo único que pueden llegar a causar es un mal irreparable, es mejor guardárselas, cerrar el cajoncito y dejarlas adentro.
Hoy es uno de esos días en los cuales me pesan un poco. Sé que mañana voy a estar igual de liviana que de costumbre, pero a veces un poco de reflexión te obliga a replantearte ciertas cosas y hoy fue un día muy charlado. Muchas palabras puestas en su lugar exacto y dichas en el momento oportuno que hicieron mella, muchas palabras, tal vez demasiadas. O tal vez demasiado pocas.