viernes, 19 de julio de 2013

Es la caída y la caída. La controlada, la pequeña, la indolora, esa con la que jugamos día a día. Y esa, la de ocho pisos, la larga, la eterna, sobre la que no tenemos poder. El pequeño paso y el gran salto. 
El adolescente, busca la caída. La ansía, la inventa aunque no sea cierta, la desea. Sólo logra dar pequeñas y frustradas zancadas. Y cuando llega, cuando finalmente llega, es tan fuerte que lo asusta. Tanto y de tal manera que después termina conformándose con la caída. Mejor una caminata que el riesgo de volver a hundirse en el fondo de uno mismo, de reconocer sus límites.
Eventualmente, con cada paso dado, dirigiendo cada pensamiento, cada sentido, cada detalle de nuestras vidas. Mirando hacia los pies, vigilando no tropezar y sin quererlo llegamos al borde del abismo. Ya más grandes, ya más maduros, se nos presenta, nuevamente, la posibilidad. Dejar de manejar las circunstancias o dejarse llevar. Y no es el miedo a las alturas lo que nos mantiene vacilantes, sino a la caída. To fall. To fall in love. Porque si hay algo que es bien sabido es que para eso, necesitamos perder, de alguna manera, el control.



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