Es para ponerse a pensar, ¿no? Cuando estás intentado reconstruir aquello que tiene pocas probabilidades de ser reconstruido. Es como pegar los pedazos de un jarrón, buscando las piezas desparramadas por debajo de todos los muebles de la habitación, para terminar dándote cuenta de que esa, la más importante, no está. Y que, cuando empezás a pegarlo, se te manchan los dedos y jamás quedó como estaba originalmente. Tiene marcas y cicatrices por todos lados y sabés que ya nunca va a ser el mismo, y que tampoco va a latir jamás de la misma manera. Pero no te importa, vos aún así insistís en volver a armarlo, aunque pierdas tiempo, la vida te pase por delante y las circunstancias te obliguen a distraerte por dos segundos. Porque es así, te enseñaron a seguir intentándolo, pase lo que pase. ¿Y quién fue aquella persona que te inculcó esa cualidad? No tenés idea, pero la maldecís y le agradecés al mismo tiempo, contradictoriamente, como todo siempre fue de esa manera en vos.
Y, mientras pensás en esa sarta de cosas inútiles, envolvés el jarrón con diario, lo ponés en una caja con más diario aún y lo guardás en la parte más alta del placard. Ahí, justo en ese lugar al que sólo un par de personas tienen acceso, lejos de manos inconscientes, incoherentes y peligrosas. Ese tipo de manos que sólo una persona con alma de niño puede poseer, porque ese tipo de persona es, precisamente, aquella por la que el jarrón se siente atraído -y no visceversa, como muchos quisieran creer-. Y, finalmente, en ese lugar que considerás seguro, lo dejás hasta nuevo aviso. O hasta que nuevas manos curiosas intenten alcanzarlo y vos te veas obligada a esquivar el desastre nuevamente. Porque sabés que, por mucho que te esfuerces en buscar sus pedazos, armarlo y protegerlo; siempre, siempre, va a ser un jarrón con una pieza faltante.
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