miércoles, 9 de noviembre de 2011

Paranoia nocturna.

La noche cayó sobre mi refugio y me rodea impidiéndome reconocer lugares levemente familiares. Ruidos extraños, pasos en el exterior. Recorro un poco mi enorme morada, tratando de encontrar el origen de los sonidos. Me asomo por una de las ventanas esperando -pero no queriendo ver- a aquella figura productora de mis más profundos temores: sólo la oscuridad, inmóvil. Me asomo por otra de las ventanas, un poco más iluminada esta vez, gracias a uno de los faroles externos. Otra vez la ausencia de movimiento, la nada misma, sólo la presencia de objetos inertes. Un animal se pasea en el exterior, la causante de los pasos, mi fiel amiga, mi protectora, mi guardiana: mi perra. Confío en su instinto vigilante. Adentro, conmigo, dos animales de compañía que no quieren acompañarme, mis gatos.
Me aíslo en una de las habitaciones, con el oído atento a cualquier otro sonido extraño. El deseo desesperado de cerrar los ojos y abrazar la inconsciencia mezclado con la alerta de seguir pendiente del exterior. Voy cayendo en una ensoñación y, dentro o fuera de ella, escucho un ruido de cadenas. Otra vez, la vigilia penetrante. Afuera, la lluvia cayendo, adentro, mi cuerpo agarrotado cubriéndome de pánico. Afuera, el viento huracanado, adentro, la tediosa humedad del ambiente encerrado. Mi fiel amiga no emite sonido y me tranquilizo un poco: sigo escuchando sus pasos. Intento alejar los pensamientos paranoicos para intentar caer nuevamente en ese estado de inconsciencia que limita con la guarida de Morfeo, el limbo. Suavemente, el sonido se va apagando, mis pensamientos me llevan a nuevos rumbos que derivan en algún sueño extraño para terminar, horas después, abriéndole los ojos al día.



Cada una de mis noches en la casa de mis viejos durmiendo sola terminan, indefectiblemente, en ese relato.

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