martes, 12 de febrero de 2013

El pasado es una sombra, nuestra sombra. Es eso que vas arrastrando constantemente, que no importa hacia dónde te muevas o cómo te muevas, te va a seguir allí a dónde vayas. A veces te olvidás de que está ahí y ni siquiera te das cuenta que lo llevás arrastrando y otras es como si estuviera ahí todo el tiempo, persiguiéndote, recordándote su existencia en algún momento de tu vida. Y en el único momento en el cual no podés distinguir bien tu pasado es, precisamente, aquel en el que estás sumido en la oscuridad. ¿Qué es pasado y qué es presente? Apenas podés discernirlo.
El pasado es una sombra, y así como las sombras, debe ser liviano. No debería arrastrarnos él a nosotros sino nosotros a él. Mirarlo, sí, de lejos. Sumergirte en él y dejarte llevar, ¿para qué? El pasado es algo distante y mejor dejarlo en ése lugar. Mejor mirarlo desde arriba, desde la perspectiva de la distancia, apreciar su forma y el delineado de tu ser pero sin acercarse demasiado. Acercarse al pasado no nos muestra a quienes realmente somos porque no se ven los matices, los colores. Y, también, al hacerlo, corremos el riesgo de terminar de narices contra el piso.

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